El ser humano siempre busca la coherencia en su vida. Nuestra mente funciona constantemente para adaptar cada cosa que nos ocurre a nuestro particular puzle con el fin de evitar contradicciones y disonancias. Es un mecanismo tan automatizado que apenas nos percatamos de él. Pero, así como es automático, también es fundamental a la hora de valorar los acontecimientos que nos suceden, pues es a través de esa coherencia como recordamos las cosas y su signo. Cuanto más disonantes son y más nos cuesta encajarlas, más las rememoramos como negativas.
Así pues, querámoslo o no, nuestro cerebro trabaja sin descanso para aportar coherencia a las cosas que nos ocurren, y cuanto más le cueste hacerlo, más significará que nuestras acciones son inconsistentes con lo que somos, por lo que más insatisfechos nos sentiremos con la vida que vivimos.
El peligro de todo ello es el conformismo y la resignación. Al encontrar, mal que bien, una cierta coherencia entre todo lo que nos sucede, aunque sea muy forzada e inconsciente, nos autoengañamos pensando que nuestra vida se desempeña conforme a nuestra mejor posibilidad de ser. Pero nada hay más lejos de la realidad. Adoptar esa posición reactiva simplemente deja en manos de otros nuestra vida y, solamente a posteriori, nuestro inconsciente trata de justificarnos para evitarnos el dolor de no vivir como debemos y anhelamos.
Pero esa justificación inconsciente no basta porque ni lo que hacemos ni lo que experimentamos nos deja satisfechos, ni nos propicia una sensación de plenitud. Tratamos entonces de cubrir esa insatisfacción con una actividad incesante, y lo único que hacemos es ahondar más el problema, sentirnos exhaustos y vacíos, sin sentido.
Si queremos una existencia significativa y repleta de sentido necesitamos construir una narrativa de vida, una historia propia relatada de una manera proactiva y no reactiva. Resulta fundamental evitar que sea nuestro inconsciente cargado de creencias el que encaje los acontecimientos que nos suceden. Tenemos que vivir con una mayor consciencia, y esto solo es posible si disponemos de un guion de vida, de una narrativa que proporcione contexto a lo que nos ocurra y le otorgue sentido.
Efectivamente, somos lo que nos contamos. Si no nos contamos nada, seremos lo que otros cuenten de nosotros. Por eso es fundamental aprender a contarse a uno mismo para que la vida cuente. Cuando nos proporcionamos nuestra propia historia de vida, nos otorgamos una idea de destino y un contexto. Fijar la narrativa dibuja tanto una finalidad como un camino del que no nos desviamos. Disponer de un guion nos obliga a sernos fieles a nosotros mismos, y nos ayuda a tomar el control sobre lo que hacemos, así como a encajar a nuestro favor todo aquello que nos acontece.
Si poseemos una narrativa, forzamos a nuestro cerebro a dar coherencia a todo lo que nos ocurre con esa historia que conscientemente nos hemos creado. Las cosas que nos pasan se colocan de una manera razonable y lógica conforme a nuestro fin, y así todo lo vivido termina por contribuir, de una manera u otra, a impulsarnos a nuestro destino.
La narrativa de vida nos ayuda a ser resistentes ante las adversidades y a perseverar en nuestra intención, porque somos capaces de darle una explicación a todo lo que nos sucede y podemos justificarlo en relación con el fin al que tendemos. Cuando poseemos una historia sobre la que deslizar nuestra vida y contarla, las experiencias se hacen significativas y no hay sensación de vacío porque todo contribuye a dar sentido y a llenar de contenido esa narrativa de vida.
Los pilares de nuestra historia de vida
A la hora de contarnos, conviene saber que no somos una hoja en blanco en su totalidad. Partimos de una serie de condicionantes que, bien innatos, bien adquiridos inconscientemente, están con nosotros. Esto supone que podremos desprendernos de algunos, pero no de todos. En este contarnos para que nuestra vida cuente, existen una serie de pilares que hemos de tener en cuenta.
El punto de partida
¿De dónde partimos? Como en cualquier historia, es fundamental presentarnos, ponernos en situación. Nuestra puesta en situación posee varias vertientes fundamentales. Una innata que no podemos cambiar y que siempre estará con nosotros, y otras dos que sí podemos definir.
Respecto a la innata, hablamos de nuestro temperamento, que no es más que la manera natural que tenemos de interactuar con los demás y con lo que nos sucede y rodea. El temperamento marca nuestra forma de pensar, sentir, actuar y relacionarnos, por lo que hemos de conocerlo y sacar el mejor provecho de él.
En relación con lo que podemos definir, hablamos de dos palancas fundamentales. La primera es el propósito. Es preciso decidir y escribir nuestro propósito, el ‘para qué’ estamos en esta vida. El propósito es la causa mayor de vida, a lo que nos vamos a entregar. Es quien dirigirá nuestra existencia.
La segunda son las creencias. Estas creencias son ideas que se encuentran asociadas a certezas, casi siempre infundadas, que nos impiden tomar cursos de acción que necesitamos abordar. Suelen estar en nuestro inconsciente, por lo que hemos de hacerlas visibles y reformularlas para que no nos saboteen.
Igual que poseemos un punto de partida, hemos de imaginar un punto de destino, y hacerlo de la manera más atractiva y diáfana que podamos. Se trata de definir el lugar que deseamos ocupar en el mundo el día de mañana. Esto implica pensar en salud, pareja, familia, amistades, desarrollo intelectual, trabajo, ocio, finanzas personales, contribución social y vida trascendente. El punto de llegada no es más que la manera en la que hacemos realidad nuestro propósito.
Una vez definido el punto de partida y de destino, resulta fundamental fijar cuál será nuestro equipaje. Este equipaje lo forman nuestros valores, que son quienes nos dicen lo que es o no importante para nosotros. Con ellos tendremos el criterio para saber dónde ir y dónde no ir. Son la guía y brújula que nos orientará en el camino de vida. Disponer de valores nos proporciona criterio, seguridad y control en nuestras decisiones.
Para terminar, toda buena historia debe tener en cuenta una serie de herramientas que contribuyen a su éxito.
La primera y esencial son las palabras con las que nos contamos. Las historias se conforman con palabras, de ahí su importancia primordial. Escoger bien las palabras resulta fundamental porque ellas son las que dan forma a nuestros pensamientos y los traducen en acciones. Hemos de extremar el cuidado y la elección de las palabras con las que nos narramos.
Una segunda herramienta es el tono. Todo escritor sabe que el tono de su narración provocará en el lector una u otra sensación e impresión, y fomentará un tipo de relación u otra con lo narrado. Decidir el tono es decidir si esa historia de vida estará más o menos adjetivada o sustantivada, si tendrá más o menos acción, si tendrá una visión más o menos optimista o pesimista…
La tercera herramienta es el medio. Las historias han de escribirse para que no se tergiversen ni se pierdan. Debemos hacer el ejercicio de escribirnos, de contarnos en un papel. Lo que se escribe ni se pierde ni se tergiversa.
Por último, ninguna historia de vida nace de la nada, siempre posee referentes. Todos los artistas poseen referencias en las que se inspiran, que no es lo mismo que copiar. Una vez dibujado nuestro destino y propósito, hemos de buscar referentes que nos inspiren y nos acompañen en los momentos de tribulaciones y dudas.
Si queremos vivir una vida significativa y con sentido, hemos de comenzar por aprender a contarnos para que nuestra vida cuente.
Artículo escrito por nuestro experto Óscar Fajardo, fundador de El Factor Persona